El arte del insulto

En mi vida he aprendido que el arte de insultar a alguien no reside en la creación de falsos o en la elaboración de insultos crípticos que meramente el que los ha dicho los entiende, el arte de insultar reside en decir la verdad más hiriente en el momento indicado, esa pequeña frase de verdad que se sabe sobre el que se está insultando la cual dicha en el momento preciso causa una ruptura en las defensas y en la psique del insultado llevándolo a un estado de pérdida de integridad, paciencia y demás cambios en su ser de modo tal que realmente le pese eso que le han dicho, es decir, un buen insulto es uno que deje al ofendido no enojado (y dispuesto a responder) sino que lo deje acabado buscando como defenderse a sí mismo de esa verdad que tiene enfrente.

Es decir, no sirve de nada decirle a alguien que “su madre es una puta” si es que el comentario no tiene un fundamento basado en la realidad, la razón de esto reside en que el objetivo del insulto no tiene una razón de peso para sentir dicha frase sino que tendrá que cuestionarse para encontrar una causa de dicha frase, cosa que debido a que se trata de un insulto, lo más posible que no lo piense mucho, esto viene a sacar a relucir una segunda regla, por llamarle de algún modo, la cual es que un insulto que necesita ser razonado no es un buen insulto.

En muchas ocasiones el uso de los insultos es utilizado como un modo de finalizar una situación que ha salido de control y que ha causado que el “insultante” y el “insultado” invariablemente deban tomar caminos separados, es decir, como el comentario de despedida, en este caso el insulto debe de cumplir con las dos razones nombradas arriba, y sobre todo también por una tercera razón, un insulto es un comentario que viene de lo mas primario del hombre, tal y como la ira y el amor, y por lo cual deben ser portados con todo el peso que conllevan, es decir, un insulto que se ha dicho no se puede negar, es un peso con el cual uno siempre debe de cargar, y sobre todo, debe de aceptar, o como se diría coloquialmente: “tener los huevos para aceptar lo dicho”.

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